Por: Carmen Mondragón Jaramillo

Carmen Mondragón Jaramillo

Desde hace más de 20 años escribo sobre patrimonio cultural para audiencias no especializadas. Mi trabajo aborda temáticas relacionadas con la arqueología, biodiversidad, antropología, conservación, museos, paleontología, historia, entre otras disciplinas que ayudan a comprender que el valor de los bienes y manifestaciones culturales no está en un pasado rescatado de modo fiel, sino en la relación que dichas huellas y testimonios establecen en el presente, con las personas y con las sociedades.

 

En estos días que el Zócalo capitalino se reviste con reproducciones a escala de esculturas mexicas y proyecciones alusivas a la fundación de Tenochtitlan, hace 700 años, el director del Proyecto Templo Mayor (PTM), Leonardo López Luján, iniciativa de investigación a la que se debe mucho del conocimiento sobre esta cultura y su recinto sagrado, ha recibido el Premio Nacional de Artes y Literatura.

 

Su disciplina le conduce diariamente a la Casa de las Ajaracas, la cual, desde finales de 2006, cuando se halló el monolito de la diosa Tlaltecuhtli, es el cuartel del PTM, uno de los proyectos más longevos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), fundado por Eduardo Matos Moctezuma, en 1978.

 

El predio que ocupara la antigua Casa de las Ajaracas es, desde 2006, cuando fue descubierto el monolito de la diosa Tlaltecuhtli, el hogar del PTM. Foto: Gerardo Peña, INAH.

 

Aunque el arqueólogo llama “época dorada” a esas primeras temporadas de campo, lideradas por su mentor, él ha estado más tiempo al frente. En 1991, tomó las riendas de este equipo que, además, cuenta con los avances tecnológicos del siglo XXI, para profundizar en cada material hallado en cajas de ofrenda: copal y cuchillos de obsidiana, conchas, erizos y estrellas de mar, o felinos y reptiles.

 

El equipo multidisciplinario del PTM indaga en las diversas ofrendas depositadas por los sacerdotes mexicas en su recinto sagrado. Foto: Leonardo López Luján, cortesía PTM.

 

“Estoy feliz como perdiz. Este reconocimiento tiene un significado especial, porque es el galardón más importante al que puede aspirar un científico social en nuestro país. Lo agradezco y recibo como una distinción a mi equipo, a quienes han formado parte de él y a quienes hoy lo integran, y al nivel de nuestra arqueología. En México hacemos arqueología de clase mundial”, expresa.

 

Al conseguir la citada condecoración, López Luján sigue los pasos de su padre, el historiador Alfredo López Austin, quien la obtuvo en 2020; y se suma a la lista de egresados de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, que la han merecido: Santiago Genovés, Ignacio Bernal, Pablo González Casanova, Román Piña Chan, Rodolfo Stavenhagen, Eduardo Matos, Margarita Nolasco, Roger Bartra, Antonio García de León y Salomón Nahmad, sin contar a la etnohistoriadora Teresa Rojas Rabiela, junto con quien recibió el premio, en el rubro de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía.

 

“Cuando tenía 8 años, mi madre Martha Luján, que era asistente del arqueólogo Alberto Ruz L’huillier, me llevó a trabajar al Centro de Estudios Mayas, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Hacía un trabajo que suele ser bastante ingrato: lavar tepalcates y marcarlos con tinta china. Si pasas esto, que es la peor prueba de fuego, estás preparado para cualquier otra cosa en la arqueología”, dice.

 

En su biblioteca, el investigador conserva dos libros: Quince grandes descubrimientos de arqueología y Quince aventuras de arqueología, que compró en España, durante el año que la familia se mudó por las investigaciones de su padre en la Biblioteca Nacional de Madrid y el Archivo de Indias, en Sevilla. “Entre los 9 y los 10 años, el mosquito de la arqueología ya me había picado”.

 

Pero el momento decisivo llegó en 1980, cuando su mamá lo instó de nuevo a ocupar su tiempo “en algo de provecho”. Un año antes había visitado las excavaciones en el Templo Mayor con su papá, y pensó llamar a Eduardo Matos. “Lo increíble no es que me hubiera atrevido, porque a los 16 uno es valiente, sino que él, en 10 segundos, me dijera: ven mañana, aquí eres bienvenido”.

 

Llegó como voluntario y aprendió desde abajo: “Todos me adoptaron y fueron generosos. Me enseñaron a dibujar, a llenar mi diario de campo, tomar fotografías, excavar. Fueron años espectaculares. Tuve la fortuna de formar parte del equipo de la primera temporada que, sin duda, fue la más gloriosa. Diario nos visitaban personalidades, por ejemplo, nunca olvidaré la presencia de Jacques Cousteau, cuyos documentales no me perdía”.

 

Si bien López Luján dirige el PTM desde 1991, está ligado al proyecto desde 1980, cuando se incorporó como ayudante del mismo, bajo la guía de Eduardo Matos Moctezuma. Foto Gerardo Peña.

 

Con 47 años de trabajo, el PTM, considera su titular, ha contribuido a mostrar “un nuevo rostro de los mexicas, más humano. Antes del proyecto, la mayoría de la información provenía de las crónicas históricas, y gracias a la arqueología tenemos el vestigio material que la complementa, a veces la corrobora o la contradice. 

 

“Hemos tenido la costumbre de idealizar a los mexicas o demonizarlos. Algunos dicen que su sociedad era perfecta y representa una especie de paraíso perdido por recuperar; para otros, eran unos salvajes que extraían corazones. Ambas perspectivas son equivocadas. Los científicos estamos en el punto medio, porque el pasado de cualquier sociedad está lleno de claroscuros. 

 

Ahora, nuestro panorama de los mexicas es infinitamente más completo. Estudiamos esas luces y sombras que se proyectan hasta el presente, necesitamos ver cuáles de sus actividades, sus perspectivas, son dignas de imitar, por ejemplo, su visión respetuosa de la naturaleza; pero otras como la violencia ritual, obviamente hay que dejarlas a un lado. ¿Cómo juzgar a un imperio del pasado, cuando nuestro presente no deja de ser atroz por la guerra?”, finaliza.

 

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